martes, 28 de septiembre de 2010

CUENTARIO "EL DIABLO DE PARRANDA" RAYMUNDO COLÍN AXOLOTL

DE RUIDOS


--Estaba yo en una fiesta, y como ya era tarde, determiné retirarme. Me despedí de los anfitriones para volver a casa... ¡Su casa!
--¡Gracias!
--En el Metro compré boletos, introduje uno en el torniquete, descendí a los andenes; cuando arribó el tren, lo abordé despreocupado. Para no hacer pesaroso el viaje, de esta maletita que ve extraje un libro que madura de un fantasma que visita a una mentada Susana San Juan, que está perdidamente enamorada de él. Al bajar, un zumbido como de tranvía se alojó en mis oídos: ha de ser el fluir de la corriente en las vías. Pensé. Durante mi segundo desplazamiento, el ronroneo se acentuó, mezclado con tientos de tacones, motores, voces de distintas tesituras.
Al final del periplo, los chirridos que traía se fundieron con otros. Con la esperanza de no ser el único al que lo perseguían, siseé a un transeúnte:
--¡De veras que esta barahúnda acabará por volvernos locos!
--¡Es la escandalera de siempre, señor! Contestó, apurando el paso. En lo que cayó a los apeaderos, se agudizaron los picotazos. Eran tantos y tan dolorosos, que convulsioné dentro de una multitud que me cataba consternada. Me libré del gentío corriendo hacia los paraderos, perseguido por cientos de estruendos que impidieron escuchara el claxon del microbús que me arrolló.
Al conocer el parte del forense, supe que mi fallecimiento no lo había causado el vehículo, sino, inexplicablemente, encontraron perforado mi cerebro por punzones tan filosos como el ruido.
UN ESCARABAJO

Sin que le molestara el punzante sol, Sansa dormía a pierna suelta sobre las baldosas. Sobre su nariz puntiaguda, reposaba el armazón dorado de bifocales, que le daban aspecto intelectual.
Alguien gritó desde alguna parte:
--¡Cuidado con el escarabajo, que ayer se tragó a uno!
Aunque era domingo, las bifurcaciones en la alameda estaban vacías. De vez en cuando los maullidos de gato, que en ocasiones asemejan voces humanas, me hacían voltear.
--¿A quien se habrá tragado? Cavilé. Un chillido de ratas me sacó de mi abstracción. Eran tres, gordas y retozonas, galopando zigzagueantes entre los muros de pingüicas que cercan los jardines de pasto erosionado y ennegrecido por el humo. Al pasar junto a mí, repusieron:
--¡Cuidado con el escarabajo, que ayer se zampó a uno!
Los roedores se transformaron en niños, y levantando el enrejado de un cloaca se introdujeron.
Dos veces habían advertido tener cuidado con un escarabajo, que por ninguna parte percibía. Sansa hizo un inesperado movimiento. Va a despertar, me dije. Pero sólo llevó una de sus manos a su nariz y se la rascó. Para entonces, el mutismo en la alameda lo llenaba ya la algarabía de una multitud que deteniendo sus acciones, corearon:
--¡Cuidado con el escarabajo! ¡Cuidado con el escarabajo!
Al escuchar esto, bajé la mirada, viendo las patas del insecto posesionándose de mi cuerpo. Sansa ya no dormía en la baldosa. Traté denodadamente de zafarme, pero el escarabajo ya me tenía atrapado por completo. En un último forcejeo por sacudirme el escarabajo, los bifocales cayeron y de mí salió un gruñido que ya antes había escuchado.


TETRIX

¿Por qué lo maté? Por la desesperación de sentirlo cerca y sentirme sola. Le toleré todo: borracheras, su cara de idiota frente al televisor, hasta sus deslices con las vecinas. Pero lo que no le perdoné fue el que me haya ignorado por ese juego estúpido que lo embebía.
Verá, al principio de nuestra relación se desvivía por mí: ¡que te invito al cine!, ¡que vamos a pasear donde tú quieras!, ¡que flores rojas para mi amorcito!... Y todas esas adulaciones que suelen gastarnos para saciar sus instintos animales, y, nos juran, es amor. ¡Pinche palabrita! La de panzas e infiernos que ha costado a las mujeres. Bueno... todo iba de maravilla. Me trataba como a una reina y, de tanto lisonjearme, cedí y ahí tienen a la muy taruga, vestida de blanco y derramando lagrimones en la iglesia. ¡La fiesta estuvo a todo dar! Mi familia y mis amigas me felicitaban porque, según, me había sacado la lotería con ese esposo.
Nuestra luna de miel fue en Acapulco y, aquí entre nos, por poco pierdo lo virgencita con un gringo que se parecía a Silvester Stallone, ¡pues el desgraciado de mi marido me abandonó en una discoteca para irse con unas tipas!
Del coraje me bebí una botella de tequila, y ya perdida de borracha, el gringo se acomidió a llevarme donde me hospedaba; me subió en brazos, cosa que el granuja de mi marido, que en la lumbre esté, no hizo. El güero me acostó en la cama y yo, como no queriendo la cosa... Me encendió todita y ya iba a “perder” cuando se me mareó el mundo. ¡Me pasé la maldita noche vomitando!
Cuando regresamos al DF. comenzó mi suplicio; él se volvió todo un macho mexicano conmigo; pero no fue por eso que lo electrocuté: el muy desdichado se la pasaba, desde que lo compró, el santo día con el Tetrix, que tiene treinta o cuarenta formas de jugarlo y treinta o cuarenta formas de ignorarnos.


LA MUERTE DE TARZAN

Conducía mi coyota rines de magnesio, cuando en la entrada del billar oteé a Tarzán conversando con el Saña y la Marrana. Éste, al verme, me saludó.
Pedaleé con fuerza y al llegar al frontón, me crucé con Armando, hermano de Tarzán, quien sin mediar saludo me informó de su muerte.
--¡No me estés chachareando, lo acabo de ver
con unos batos a la entrada del billar!
Armando reafirmó lo dicho:
--¡Ayer lo encontraron muerto. Se desangró de un piquete. Lo estamos velando en mi casa. Ya estás avisado!
Armando cruzó la avenida hundiéndose por una de las calles aledañas. No podía dar crédito a sus palabras, dado que estaba seguro que quien me había saludado desde la entrada del bicho había sido Tarzán. De pronto escuché en mi cerebro Mujer de Magia Blanca y la imagen de mi amigo se me presentó sentado afuera de la casa de Beba, donde solíamos encontrarnos todas las tardes para hacer llorar el blues. Beba se abrazaba a sus músculos mientras éste paseaba sus dedos sobre el diapasón. Una sonrisa de placer se dibujó en mi rostro. ¡Tarzán sí que tenía sensibilidad para hacer que se expresara la guitarra! Y más cuando Mayito, el trompetista melancólico, incorporaba su instrumento. El blues se tornaba amor en esas noches donde la muerte solía trabajar horas extras.
--¡Carajo, mi Tarzán, me cae que usted trae negros en el alma! ¡Este blues que acaba de tocar me estremeció el adentro!
--Me lo enseñó un bato de Tacuba. Un loco que se cree nagual y siempre anda pacheco, fumándose la vida a bocanadas. Se llama Mario Santiago, poeta infra, muy bueno pal mescal.
--Pos a ver cuando lo traes al barrio para que nos deleite con su swin.
--Uno de estos días. Usted no se preocupe. ¿Qué onda Beba, nos vamos a danzar?
Beba era... ¿cómo decirlo? Una especie de rosa urbana, a la que el ritmo de la cumbia le posesionaba el cuerpo. Qué rico meneaba las caderas, provocando tentación. Quién no hubiera querido navegar en ellas, pellizcárselas aunque sea. Pero Beba sólo amaba a Tarzán. Ella una potranca de ancas atractivas, y él, pura sangre que enervaba sus relinchos.
Mis recuerdos fueron interrumpidos por los gritos de un judicial, que me llamó desde un automóvil. El sujeto era acompañado por un par de individuos y de un soplón al que apodábamos el Chivo. Pensé en fugarme, pero me contuve cavilando en que si lo hacía pensaría que algo me guardaba. Y haciendo de tripas corazón me arrimé al auto. El judas me preguntó si conocía al Topo, un burrero que solía surtir marihuana a sus clientes montado en un triciclo. Asentí moviendo la testa.
--¿Y sabes dónde lo podemos encontrar?
Lo negué meneando de nuevo la cabeza. El tira, mirando por el retrovisor, preguntó:
--¿Lo dejamos ir?
El que al parecer era su superior, contestó que si.
--¡Ya puedes irte hijo! Y no te metas en desmanes. El auto se alejó y yo respirando profundo también hice lo propio sin dejar de pensar en la trágica muerte de mi amigo.

Al momento en que el féretro bajaba a su fosa, recordé una escena:
Eran las dos de la mañana. Fuimos despertados por los gritos en tropel de una riña que se suscitaba afuera de la casa. Me incorporé e ignorando la orden de mi progenitora de que no saliera, de tres zancadas llegué al pasillo que da a la calle y, parapetándome en la puerta, a través de una rendija descubrí a Tarzán sosteniendo por los cabellos la cabeza de un fulano, al que sin misericordia prodigaba golpes con el asiento de un envase de cerveza. Cada cantazo que mi amigo asestaba en el rostro del desgraciado, me erizaba la piel. Impotente para siquiera sisear y pedirle que detuviera su barbarie, dejé de mirar y volviendo al cuartucho me metí tiritando de espanto bajo las cobijas. Mi madre, aferrada a un crucifijo, me reclamó:
--¡Ya ves, te dije que no te asomaras!
Los gritos de los rijosos seguían trasgrediendo la noche:
--¡Mi hermano, dónde está mi hermano!
--¡Aquí estoy carnal, aquí estoy!
--¡Vamos a tirarlo en medio de la avenida para que se lo lleve la chingada! Se oyó decir a Tarzán. Después un rechinido de llantas, el ulular de patrullas, el tropel de zapatos en la acera, el ladrido de perros, los ronquidos de un avión sobrevolando a toda velocidad para no ser alcanzado por los balazos de los policías tirando a matar. Luego sólo el transitar constante de autos sobre la avenida y el murmurar de ánimas comentando la violencia desatada en sus dominios.

Toda la amargura del mundo se había concentrado en el rostro de la madre de Tarzán. Se derretía en llanto aferrándose a la mano de su marido para no echarse al abismo eterno donde yacería su hijo. Oí comentar a alguien:
--Dicen que, antes de morir, éste le contó que una mujer muy bonita, que se encontró en la calle, le hizo una seña para que se acercara, y cuando él obedecía la mujer desapareció en el aire... El Tarzán se lo platicó a su madre... Es la muerte, le dijo... Me está buscando.
Al momento de que el féretro tocó fondo, los mismos judiciales que me detuvieron en la calle, cargaron con el Saña y la Marrana. Después, repentinamente, todo se llenó de lluvia.


COCOTA

Habían pasado diez años desde aquel vergonzoso acto en el aula de la escuela. El estaba frente a mí bebiendo cerveza. A la sexta ronda comenzó a llorar y acordarse de lo que Emilio le había hecho. El maestro estaba en una junta. Yo por razones fisiológicas me había ausentando del salón. Cuando retorné, mi sorpresa fue mayúscula al encontrarme a mis compañeras bramando y mirando fijamente hacia la pizarra. Los hombres manoteaban en los pupitres vociferando obscenidades. Emilio lo tenía maniatado, amenazándolo con tundirlo a golpes y de herirlo con su guadaña de bolsillo mientras lo violaba.
Encolerizado, me abalancé sobre Emilio y lo derribé.
--¡Súbete los pantalones! Le Grité. Emilio resorteó y me lanzó un cabezazo, que esquivé. El seguía hipando, rodeado por un cuarteto de niñas. Emilio intentó ensartar su guadaña en mi carne, pero le aferré la mano y torciéndola le tumbé el filo. En ese momento entró el maestro y de una zancada se interpuso entre nosotros.
--¡Dejen de comportarse como animales! Rugió. Al mirar la guadaña en el cemento, se agachó a recogerla. Luego, jalando nuestras patillas nos llevó hasta su escritorio. Beatriz, que era su satélite cuando se ausentaba del salón, lo puso al tanto. El mentor, tomando por las orejas a Emilio, lo zarandeó. Luego lo arrojó al piso.
--¡Y tú vete a tu asiento! Me exculpó. Metió la guadaña a su estante y, parándose frente a su escritorio, tronó burlón:
--¡Y tú Cocota, mientras aprendes a ser machito --extrajo unas monedas de la bolsa de su pantalón--, ten y vete a comprar una lata de Nívea para que la untes en tu trasero y se te pase el ardor!

La Cocota sorbió cerveza, enjugándose las lágrimas con su puño. Ya andaba muy borracho y comenzó a sincerarse:
--Tú no sabes lo difícil que ha sido superar lo que me hizo ese cabrón. Me cae que aún siento la sensación de su cochinada en mi trasero; antes era un ardor que no hallaba como calmarlo, un ardor que me hacía hasta cagar sangre. El bigote de la Cocota se encrespó y en sus ojos pude percibir todo un infierno vivido.
--Me ardía como no te lo imaginas. Me la pasaba encerrado en el baño, echándome agua, o tratando de sacar una lombriz que no existía. Mi padre, lejos de confortarme, me trataba brutalmente, y no perdía la ocasión para evidenciarme frente a mis hermanos. Sufría al contarme.
--No sé cuántos años pasaron para que medio pudiera vivir así. Para que se me quitara ese ardor que no me dejaba ni en sueños. Ya me casé y tengo un hijo. Mi esposa me ha ayudado mucho, y la verdad no quería que viniera. Pero yo tenía que hacerlo para darte las gracias por lo que hiciste por mí. También vine porque tenía que cobrársela a Emilio. Sacó una pistola de entre sus ropas y volvió a guardarla. Luego, trastabillando se alejó para siempre por donde había venido.


LA OLA QUE NOS PERSIGUE

¿La oyes? Con la escandalera de los vecinos, no creo. Como yo nací con oído de perro, sí la escucho: apenas como un gorgoreo de río. Cómo me gustaría que pudieras oírla. Hasta eso, no es desagradable, se parece, como te dije, al rumor del agua.
¡Estos vecinos ya me tienen harta! ¡Bájenle a su ruidero! Antes de irte bebe jugo, no sea que te agarre con el estómago vacío: siempre es mejor que se lo lleve a uno la marejada con las tripas llenas, y no andar penando por culpa de ello.
Ayer te dejé un trozo de pizza en el refri. ¿No lo viste? Así pasa, a veces nos entretenemos tanto que las cosas se vuelven invisibles, aunque las tengamos enfrente. ¿Leíste en el periódico lo de la familia que murió intoxicada por tragar mariscos en una fonda? ¿No? ¡Oye, por favor no te distraigas al cruzar la calle! Me contaron que hace unos días un microbús aventó a un anciano, al que seguramente se le desapareció el mundo, sin percatarse de que un cafre arrasaría con su vida.
¡Júrame que no te vas a distraer! ¿Ya tomaste tu medicamento? No quiero que te de el telele nuevamente. Dicen tus compañeros que ya mero te tronchas la lengua: metieron un palo entre tus dientes para evitarlo.
¿De veras tomaste la medicina? ¿Qué ya me dijiste que sí? ¡Pero no te enojes! Lo que ocurre es que esa maldita música me pone de malas. ¡Ya es tardísimo y quedé de verme con un cliente a las nueve! ¡Espérame para irnos juntos, no tardo en arreglarme! ¡Mientras bebe leche, es buena para los huesos! ¡Dice el médico que eso es muy importante para ti!
Eva se retira, y al poco rato el agua de la regadera golpeando contra el azulejo se mezcla con su voz:
¡Qué crees, ayer ya mero me alcanza: a unos metros de mí, un muchacho asesinó a un hombre! ¡No seas malo, pásame una toalla!
Después de unos minutos, sale de la ducha: ¡Sabías que en la ciudad de México diariamente hay 526 nacimientos, y que a la par mueren 152 personas! Lo leí en el periódico. ¿Pero tú lo sabías? ¿No? ¡Ya voy, ya voy, no te desesperes!
¡Qué bueno que los vecinos terminaron con su fastidio! Si tu padre me hubiera hecho caso, pero... siempre fue tan testarudo, en fin así es la vida. Qué bueno que la ola ya no se escucha, pero por muy lejos que esté, algún día nos alcanzará. Nadie escapa a su destino.


UN PUEBLO BAJO EL RIO

Ahí uno encuentra a los parientes, amigos, amores y a todos aquellos que ya nos dejaron. Viviendo en casitas blancas y confortables. Ya no trabajan, se la pasan platicando de su pasado, de los errores que cometieron, de sus malas y buenas acciones. Cuando tienen hambre toman su alimento de los árboles que crecen a su alrededor. Si tienen sed, beben agua de los ríos que fluyen en el lugar. Viven felices; nunca pelean ni se emborrachan, ya que no existe trago ni fumadera. Duermen en hamacas, sin chinches o moscos que les molesten el sueño.
Cuando uno de acá llega a visitarlos y se encuentra con su hermano, con su mamá o papacito y les ruega que regresen a su casa con él, le responden:
--¡No, hermanito! ¡No, mijito! ¡Pa' qué volvemos a la sufridera, si aquí estamos bien contentos, sin preocupaciones de qué vamos comer o de cuidarnos de las malas personas! ¡Vete con los tuyos, que a ti aún no te toca! ¡Y no tengas pendiente de nosotros!
Estos, al ver sus rostros de felicidad, les entran ganas de quedarse y disfrutar con ellos, pero al escuchar gritos llamándoles desde afuera del río, con dolor en su corazón dejan el pueblo, el cual se puede ver sólo una vez en la vida...
Por la cara que pones, has de pensar que lo que platico es mentira. Así me ocurrió cuando me lo contó un anciano que bebía mezcal en una tienda de Morelos. Para que le creyera, me llevó al río del que te hablo. Hacía un friazo. Al llegar, el viejo señaló hacia donde la luna resplandecía en el agua, exclamando:
--¡Por ahí, donde el conejo del universo echa su orín, se puede bajar al pueblo!
El anciano, a pesar de su edad, se desnudó, y sin decir palabra brincó al río, desapareciendo por donde la luna hacía nido. No sé cuántos semanas pasaron, o si era de día o de noche cuando el abuelo regresó. Ya no venía desnudo, y su ropa estaba seca y blanquísima, como la luz de la luna por donde bajó. Traía sobre su espalda un costal.
--¡Ya regresé! –dijo- ¡Y para que me creas que en verdad existe el pueblo... te traje esto! Del costal cayeron más de una gruesa de naranjas, con un color y una textura que jamás he visto.


JESÚS DEJÓ LA CRUZ

Recorría la sala de los oficios, cuando un bisbiseo llamó mi atención. Volteé, sin descubrír a nadie. Seguí explorando la pieza: la hermosa cestería veracruzana, la textilería oaxaqueña, la orfebrería de Tlaxcala... De pronto otro bisbiseo me volvió a sobresaltar. Esta vez vi la sombra de un niño escabullirse hacia la salida. Sonreí al pensar en una broma párvula. Al llegar al rincón de la talabartería, una voz clara e indulgente me nombró:
--¡Juan, Juan, acá, Juan!
Sentí escalofrío, y nervioso ojeé para todos lados intentando sorprender a quien me estaba haciendo la mala pasada. No divisé a nadie, y para tranquilizarme traté de persuadir al que creí un chancero:
--¡Ya esta bien de juegos, amigo, sal y dime quién te dijo mi nombre!
--¡Lo conozco desde que te bautizaron!
Volvió a resonar. Me estremecí.
--¡Ándale, acércate y ayúdame a bajar, que esta postura en que me dejaron es bastante incómoda!
La voz venía de la sala de Chiapas. Dudé en ingresar, pero mi curiosidad me obligó apearme a ella. El recinto estaba a media luz; sobre los exhibidores una muestra de la riqueza artesanal de ese mágico estado: joyería, vestidos típicos, artesanía y diversas fotografías que mostraban su cotidianidad. Al fondo, pegado en lo alto del muro, un cristo de tamaño natural hecho de barro que miraba piadosamente. ¿Era un ataque momentáneo de esquizofrenia, o Cristo me estaba parloteando? Me asaltó otro sobreencogimiento. Resuelto, di la vuelta e intenté salir de la sala:
--¡No te vayas, Juan! ¡Acércate y ayúdame a bajar, que el ardor de los clavos me está matando!
Giré la testa y, cuando puse la vista en el cristo, éste guiñó un ojo y frunció la boca. Me quedé paralizado y mi corazón comenzó a palpitar tremendamente. Sentí desmayarme. Todo a mi alrededor empezó a girar. No se si la ansiedad que se apoderó de mí fue lo que me forzó a ver revolotear a los ángeles de madera sobre la testa de Cristo, a los atuendos arrodillarse frente a él y a una multitud de miniaturas depositar bajo sus pies diminutas flores de colores. Todo es una alucinación me dije. ¡Una maldita alucinación!
Intenté controlarme cerrando los ojos: ejercitando la respiración y desviando mi mente hacia otros pensamientos, como aconsejan a los fóbicos los terapeutas cuando los acomete una crisis. El silencio invadió la sala. Esto me motivó a pensar que la ofuscación ya se había retirado. Abrí los ojos sin apresuramiento. Cuando los tuve completamente abiertos, los atuendos, ángeles y miniaturas se encontraban en sus respectivos sitios, y Cristo permanecía en su cruz. Me quedé atónito vigilando que sus labios no se movieran. Así pasé varios minutos, y cuando deduje que todo había sido una fantasía, Cristo me sacó la lengua y metió uno de sus dedos a la nariz. Fue cuando estalló en mí una crisis nerviosa. Cristo, al verme, de un salto se plantó frente a mí y, poniendo su mano en mi testa, me dio una paz que hacía mucho no sentía.
Ya repuesto, me invitó a caminar. Los tatuajes en su cuerpo eran lo único que cubrían su desnudez. Salimos al patio. Nos sentamos a un lado de la fuente; unos niños jugaban a salpicarse agua para mitigar el calor. Al parecer nadie se percató de la desnudez de Cristo, ya que todos le sonreían y lo saludaban amablemente. Hasta uno de los vigilantes se acercó para obsequiarle un cono de nieve, el cual aceptó agradecido. Cristo me ofreció, y como si fuésemos dos grandes cuates nos pusimos a lamer el helado.
Cuando terminamos, atribulado, exclamó:
--Lo que puedo maldecir de los romanos es el haberme dejado en esa posición tan incómoda. ¡Imagínate resistir más de dos mil años sostenido en el madero por unos clavos, con la costilla abierta y sangrando! ¡Ni al diablo se lo deseo! ¿Y tú qué, de qué la giras? Me preguntó, como cualquier persona que se encuentra a un conocido después de años de no verla. ¿El hijo de un dios que todo lo sabe, preguntándome a qué me dedico?
Le conté mis cuitas: de lo acongojado que es vivir en una ciudad llena de sinsabores y violencia. De tener una esposa que nunca está satisfecha y me culpa de sus fracasos.
--Yo por eso no me casé, aunque Magdalena me lo pidió tantas veces. ¿Te imaginas vivir con alguien que a cada rato quería lavarme los pies? Dijo socarronamente emitiendo una carcajada. Después de arremeter con la ciudad, me fui contra el mundo y los mercaderes que aún siguen infringiendo su templo -–eso del reordenamiento del ambulantaje es un problema milenario, interrumpió bromista--, y desatan guerras crueles con el simple ánimo de apoderarse de las riquezas de otros países. Le hablé del hambre y de que en el mundo el sida arrasa con pueblos enteros. Le conté del terrorismo y de las nuevas armas bacteriológicas. Del ecocidio y del cambio de climas por el efecto invernadero causado por las potencias industriales. Le pinté, vamos, un mundo atroz contrario al de paz y armonía que el había imaginado, una civilización con hombres capaces de arrasar con el universo si así lo ameritaban sus intereses y ambiciones.
Cristo me escuchó pacientemente, y luego con un dejo de pesadumbre tomó la palabra:
--Yo le dije a mi padre que no hiciera de barro al hombre, porque ese material es muy frío y podría provocar lo que me estás contando. Pero no me hizo caso y ya ves... donde manda capitán no gobierna marinero. También le manifesté que en lugar de expulsar a Adán y a Eva del paraíso, una vez que sabían del árbol de la vida y de la ciencia, mejor los hubiera dejado en él, así por lo menos habría control natal. Además no hubieran esparcido su veneno por el mundo, y como venganza inventado la guerra. Pero no hizo caso. En cambio, me ofrendó a los hombres, como un acto para rectificar su creación... pero de eso ya han transcurrido dos milenios; el hombre sigue igual de sanguinario. En cuanto a las epidemias, que yo sepa, la caja de Pandora sigue cerrada. Más bien creo que eso es cosa de aquí mismo... Pero no nos pongamos pesimistas y mejor vamos a comernos unas pepitorias, que dicen aquí en Coyoacán las hacen muy sabrosas. Quiero relajarme, olvidarme un rato de la chamba, de escuchar pecados y peticiones. De los sermones cursis de los descendientes de él que me traicionó.
Salimos del museo, fuimos a la plaza Centenario. Cristo se veía gustoso, regodeándose como un niño ante todo lo que llamaba su atención. En un puesto de dulces tradicionales compramos pepitorias, las que saboreamos sentados en una jardinera viendo actuar a los mimos.
--¡Deliciosas! Prorrumpió. ¡Vamos por más! ¡No, mejor vamos a tomar café al Jarocho!
Yo me sentía como nunca, y más acompañando a un personaje tan famoso. Cuando llegamos al Jarocho pidió, además de café, una dona de chocolate, la que se comió hambriento.
--¡Dicen que en La Guadalupana venden un vinillo que ni el obispo!
Fuimos a la cantina; tomó el vino. Luego quiso que paseáramos por la Plaza Hidalgo. Nos trepamos al quiosco; admiramos las artesanías, aplaudimos a los artistas populares; bailamos con la tribu de pro africanos, nos leyeron las cartas, cheleamos en el Hijo del Cuervo. Para relajar el periplo, antes de volver al museo nos sentamos en la Fuente de los Coyotes. Ahí, Cristo estiró su cuerpo:
--Ni cuando vivía en el paraíso me la había pasado tan bien. Ya me hacía falta. Con este descansito, tengo para sostenerme otros dos mil años en el madero.
Al llegar la tarde volvimos al museo. Aunque ya iban a cerrar, los vigilantes nos recibieron cordialmente:
Los artesanos recogían sus productos y, al vernos, de mil amores nos saludaron. Cruzamos el patio. Cristo chapoteó su mano en la fuente. Arribamos a la sala de Chiapas; al entrar los ángeles de madera comenzaron a mariposear y las miniaturas a flanquear el paso. Antes de trepar a su cruz, me abrazó diciéndome al oído:
--¡La paz sea contigo, hermano!


PASA EL TIEMPO

El primer libro que leí en mi vida fue de física, que tomé del librero de mi primo Antonio, quien estudiaba ingeniería en el Politécnico. Era un mamotreto de 940 páginas que tardé un año y tres meses en leer. Claro está que no entendí ni papa su contenido, dada mi corta edad: ocho años. Sólo recuerdo que traté de descifrar una fórmula que se refería a la velocidad de los aviones. Pero lo que más me impresionó fue la famosa formula de la relatividad (E=mc2) de Albert Einstein: donde C es la velocidad de la luz en el vacío, E la energía y M la masa. Ya después entendí, en términos coloquiales, que la relatividad es algo así como viajar en un tren a alta velocidad mirando por su ventana el reposo de la gente en la acera: mientras que el tiempo para mi transcurre lento, el de ellos, rápido. O sea que una gente que se mueva a la velocidad de la luz puede trasponer la barrera del tiempo y conocer el futuro a pocos segundos de haber dejado el presente, que se convertirá en pasado, y posteriormente en un extraño presente que hará que el sujeto vuelva a la esencia de la filosofía y se pregunte: ¿Quién soy? ¿De dónde vengo? ¿Y hacia dónde voy? La relatividad de la jirafa de la que habla Augusto Monterroso. Fantasía de niño.
A mitad del libro encontré una fotografía de una instalación nuclear; posteriormente, el esquema de un reactor: su blindaje de hormigón, su masa de grafito y, enterradas en él, barras de cadmio (control de velocidad), y como combustible, barras de uranio. Me enteré de los millones de grados de temperatura que producen al reaccionarse los átomos, partículas y fotones, y que suelen darse de manera natural en las estrellas. El hombre las provoca para generar energía en beneficio de la humanidad, y también para destruirla.
Para mi la muerte, en esos años de puericia, era una cosa muy lejana que sólo daba a los viejitos, a los que tomaban mucho o se peleaban en la calle. Pero cuando me enteré de la bomba atómica que cayó sobre Nagazaki matando a miles de personas en un instante, entonces la parca se volvió algo muy cercano a mí, a pesar de que Japón se encuentra a varios miles de kilómetros de donde vivo. Me nació un pavor que no se equipara ni con el tumor de lombrices que expulsé de mis intestinos, ni con la mordedura del perro rabioso en mi tobillo, ni con la epidemia de sarna que nos asoló a principios de los años setenta y que hizo que muchos de nosotros anduviéramos con los testículos infectados de purulencias, resistiendo el ardor del desinfectante que nos uncían nuestras madres.
--¡Cuando explota, de la tierra hasta las nubes crece un hongo de fuego que lo devora todo! Me decía David, un amigo al que desde niño le gustó la ciencia y la tecnología; el que tuvo el primer robot mecánico de juguete que yo vi dando traspiés sobre el mosaico de su casa.
--Mi papá me trajo unas revistas ahora que fue al otro lado. En una de ellas leí que una bomba atómica puede acabar con la Ciudad de México en lo que me echo una pluma, achicharrándonos a todos. Nadie se salvaría, pues nosotros no tenemos refugios antinucleares como los gringos.
En la revista averigüé que Estados Unidos y Rusia son los que tienen más mísiles que todos los demás países, y si en una de esas les da por pelear, seguramente, la destrucción del planeta... no quedaría piedra sobre piedra.
Los comentarios de David me horrorizaron, y más cuando me enteré de que Estados Unidos y la entonces Unión Soviética mantenían una disputa llamada Guerra Fría, que había generado bloques de países en torno a ellos: unos socialistas que no apreciaban a los capitalistas, y otros que odiaban a los comunistas. Me entró un miedo tan espeluznante de que se desatara una guerra nuclear, que pensé --influenciado por mis lecturas de ciencia ficción—en construir una nave interplanetaria para fugarme de la tierra antes de que a los rojos y los azules les diera por aniquilarse y, junto con ellos, a la humanidad.
Como no contaba con los materiales idóneos para hacer una réplica del Apolo 11, me decidí a hacerla con lo que había en el patio de mi casa: tarimas, varillas, polines y el motor de una vieja lavadora. Ocupé la herramienta de don Lupe, un viejo ferrocarrilero al que le rentaba mi madre: martillo, serrucho, pinzas, desarmadores y un amarra alambres. Terminando de construir mi nave, me trepé a ella decidido a fugarme del planeta. Antes de encender el motor, me soñé planeando en el éter, llegando a la luna para edificar mi casa de cristal, lejos de la muerte radiactiva. Moví la palanca de encendido, el viejo motor ni siquiera se quejó. Mi hermano Roberto llegó en ese instante y comenzó a burlarse:
-¡Y por qué no te avientas un ventoso para que vuele!
Al oírlo, me encabrité tanto que jalando bruscamente tronché la palanca de encendido. Roberto se desternilló de risa. Yo me paré enfurecido y dándole un zapopazo con la palanca lo descalabré. Comenzó a gimotear y mi madre al oírlo me tundió con la misma palanca que no pudo encender el motor de mi aeronave para irme a viajar por las estrellas, como el Señor Spot.
Pero mi temor no terminó ahí; al contrario. Pensando en la posibilidad de la tercera guerra mundial, y ante el fracaso de mi aeronave, decidí construir mi propio refugio antiatómico; para ello elegí el patio de mi casa. Busqué una pala para cavar la tierra. Cuando llevaba escarbado algunos centímetros, mi madre se apareció preguntándome que hacía. Le confesé que construía un refugio antiatómico para salvarnos de la guerra nuclear. Mi madre me dijo que estaba loco, que me olvidara de esas bobadas, que mejor fuera a comprar las tortillas, porque, si no, ningún refugio me salvaría de la paliza que me iba a propinar. Con esa amenaza, desistí de mi empeño.
A toda hora la amenaza de una conflagración de esa envergadura me mantenía atemorizado, a grado tal que constantemente tenía pesadillas. El Popocatépetl se desmoronaba al recibir el impacto de un misil. Yo corría perseguido por los tentáculos flamígeros de su explosión.
El pavor que sentía era indescriptible. Por eso, después que mi madre me prohibió horadar el patio para hacer mi refugio, pensé en realizarlo en otra parte. Era una obsesión. Como mi tía Amanda tenía una cisterna del tamaño de un cuarto en la vecindad donde vivía, pretextando no tener dinero para ir al cine, me ofrecí lavarla a cambio de unos cuantos pesos. Mi tía aceptó. Ya dentro de la cisterna, planeé su acondicionamiento: La forraría de plomo, y para vivir todos los años que requería mientras se disipaba la radiación, me propuse adecuarla con enseres donde pasarla confortablemente. Con una alacena capaz de resguardar todo el alimento requerido para mi sobrevivencia.
Cuando mi tía me vio entrar en la cisterna sin que hubiera un pretexto para ello, me cuestionó:
--¡Qué estás haciendo allí, chamaco del demonio!
Al escuchar su reclamo salí inmediatamente. Mi tía me regañó por no pensar en que me podía dar una pulmonía. Me jaló del brazo a su departamento. Yo tiritaba. Me obligó a quitarme la ropa, luego aventó una toalla para que me secara. Una vez que lo hice, me ofreció ropa seca. Me la puse. Después me llamó a la cocina e hizo que bebiera una infusión caliente. Al momento que ingería, me preguntó el por qué me había metido a la cisterna. Le revelé mis planes. Mi tía se carcajeó hasta dolerle el estómago.
--Mira hijo, está bien que te preocupes por la guerra. Yo también estoy preocupada, pero nada ni nadie nos va a salvar de ella. Es más, ni aunque yo te ayudara a construir el refugio. Son tantas y tan poderosas las bombas que pasarían cientos de años para que la tierra volviera a la normalidad. Envejeceríamos ahí y al final moriríamos.
Yo por eso sigo mi vida a pesar de saber del peligro en que estamos. Confiada en que los rusos o los gringos tienen miedo de desatar algo que les costaría también la vida.


LA MIERDA

Un pintor tenía pendiente una exhibición de su obra en Europa, y no sabía qué exponer. Caminaba por un despoblado de Oaxaca. De pronto tuvo ganas de defecar. Terminando, miró sus heces, las que le parecieron ciertamente estéticas. Le vino a la mente hacer con ellas una obra: levantó la mierda con sumo cuidado y, la depositó en un recipiente que llevaba consigo. Ya en su estudio, después de dejarla madurar, la barnizó, poniéndola dentro de un cubo de cristal. En Europa su exposición fue todo un éxito, tanto que la caca estilizada la adquirió un coleccionista por la no despreciable cantidad de cincuenta mil dólares. El pintor alabo su ingenio, pero también se condolió de la humanidad.


EL DIABLO, DE PARRANDA


Estaba yo en la cantina acompañado de mi primo José Santiago. De repente el viento comenzó a lamentarse en las ramas de los árboles. Dice mi primo José, que él hasta escuchó las voces de unas ánimas que al pasar por la cantina, dijeron:
-¡Váyanse que ay viene el malo!
La mera verdad yo no oí nada. Sólo el tucurucutu de la lechuza desbarrancándose en la noche. Después escuché unas como pisadas de caballo golpeando en el empedrado. Luego el aullido de los perros. En la cantina estábamos como unos diez borrachos, entre ellos un cancionero que andaba de paso por Ixmiquilpan.
--¡Oiga joven, garráspese una canción! Nadie lo vio entrar, era un hombrezote del tamaño de dos fulanos, vestía traje de charro. En sus botas, tenía espuelas en forma de navajas de gallo de pelea. Sus bigotes rebasaban su boca y, sus ojos eran del color de la lumbre.
--¡Ande amigo, cánteme una canción, mientras acá yo y los compitas nos echamos un tequila! Dijo sentándose a nuestra mesa.
--¡Hay inconveniente que me siente aquí con ustedes paisanos! Preguntó autoritario.
--¡No señor! Le contestamos.
Llamó al cantinero pidiéndole una botella para cada uno. El cantinero atendió la orden.
--¡Sírvanse señores! Garraspeó, al momento en que de un solo trago se bebía la botella de tequila.
--¿Saben quién soy? Nos preguntó.
--¡No! Le respondimos.
--¡Soy el diablo!
El cancionero al oírlo enmudeció su canto y, los que se encontraban ahí, se incorporaron de sus sillas asustados.
--¡Espérense señores, no se exalten! Gritó. ¡Que no vengo a llevarme a nadie! ¡Ando de parranda! ¿O qué el pingo no tiene derecho de hacerlo? Nadie se atrevió a cascar las liendres. Entonces, dirigiéndose de nuevo al cantinero, le mandó nos sirviera a todos lo que quisiéramos.
--¡Y usted amigo siga cantando, sino me lo llevo con todo y guitarra! Dijo al trovador, echándose una buena carcajada. De otro sorbo se bebió otra botella.
--¡Anden señores, beban, que no siempre se festeja una noche con el amo de las tinieblas!
Al poco rato, ya todos estábamos borrachos. Fue cuando Satanas se confesó con nosotros:
--La verdad amigos, quería descansar un poco de tanta llamarada. De andar imponiendo castigos a las alma lujuriosas y malignas. Que el mundo se olvidara un poco de mí, y yo de él. No se crean señores, hacer diabluras cansa. ¡Vaya trabajito que me tocó! ¡Bebamos, que el tiempo no nos importe y, que la humanidad disfrute de la paz, mientras yo disfruto de su compañía, y de este tequila, que para ser sincero, esta bien sabroso! ¡Beban a costa del diablo, que ya lo pagaran algún día!

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